sábado, 20 de diciembre de 2014

#Columna #AlfredoLeuco Illia en Pijama

El sábado, en su glorioso recital, Jairo contó una vivencia estremecedora de su Cruz del Eje natal. Una madrugada su hermanita no paraba de temblar mientras se iba poniendo morada. Sus padres estaban desesperados. No sabían que hacer. Temían que se les muriera y fueron a golpear la puerta de la casa del médico del pueblo. El doctor Arturo Illia se puso un sobretodo sobre el pijama , se trepó a su bicicleta y pedaleó hasta la casa de los González. Apenas vio a la nenita dijo: “Hipotermia”. “No se si mi padre entendió lo que esa palabra rara quería decir”, contó Jairo. La sabiduría del médico ordenó algo muy simple y profundo. Que el padre se sacara la camisa, el abrigo y que con su torso desnudo abrazara fuertemente a la chiquita a la que cubrieron con un par de mantas. “¿No le va a dar un remedio, doctor?”, preguntó ansiosa la madre. Y Arturo Illia le dijo que para esos temblores no había mejor medicamento que el calor del cuerpo de su padre.

A la hora la chiquita empezó a recuperar los colores. Y a las 5 de la mañana, cuando ya estaba totalmente repuesta, don Arturo se puso otra vez su gastado sobretodo, se subió a la bicicleta y se perdió en la noche. Jairo dijo que lo contó por primera vez en su vida. Tal vez esa sabiduría popular, esa actitud solidaria, esa austeridad franciscana lo marcó para siempre. El teatro se llenó de lágrimas. Los aplausos en la sala denotaron que gran parte de la gente sabía quien había sido ese médico rural que llegó a ser presidente de la Nación. Pero afuera me di cuenta que muchos jóvenes desconocían la dimensión ética de aquél hombre sencillo y patriota. Y les prometí que hoy, en esta columna les iba a contar algo de lo que fue esa leyenda republicana.

Llegó a la presidencia en 1963, el mismo año en que el mundo se conmovía por el asesinato de John Fitzgerald Kennedy y lloraba la muerte del Papa Bueno, Juan XXIII.

Tal vez no fue una casualidad. El mismo día que murió Juan XXIII nació Illia como un presidente bueno. Hoy todos los colocan en el altar de los próceres de la democracia.

Le doy apenas alguna cifras para tomar dimensión de lo que fue su gobierno. El Producto Bruto Interno (PBI) en 1964 creció el 10,3% y en 1965 el 9,1%. “Tasas chinas”, diríamos ahora. En los dos años anteriores, el país no había crecido, había tenido números negativos. Ese año la desocupación era del 6,1%. Asumió con 23 millones de dólares de reservas en el Banco Central y cuando se fue había 363. Parece de otro planeta. Pero quiero ser lo mas riguroso posible con la historia. Argentina tampoco era un paraíso. El gobierno tenía una gran debilidad de origen. Había asumido aquel 12 de octubre de 1963 solamente con el 25,2% de los votos y en elecciones donde el peronismo estuvo proscripto.

Le doy un dato mas: el voto en blanco rozó el 20% y por lo tanto el radicalismo no tuvo mayoría en el Congreso. Tampoco hay que olvidar el encarnizado plan del lucha que el Lobo Vandor y el sindicalismo peronista le hizo para debilitarlo sin piedad. Por supuesto que el gobierno también tenía errores como todos los gobiernos. Pero la gran verdad es que Illia fue derrocado por sus aciertos y no por sus errores. Por su historica honradez, por la autonomía frente a los poderosos de adentro y de afuera. Tuvo el coraje de meter el bisturí en los dos negocios que incluso hoy mas facturan en el planeta: los medicamentos y el petróleo. Nunca le perdonaron tanta independencia. Por eso le hicieron la cruz y le apuntaron los cañones. Por eso digo que a Illia lo voltearon los militares fascistas como Onganía que defendían los intereses económicos de los monopolios extranjeros. El lo dijo con toda claridad: a mi me derrocaron las 20 manzanas que rodean a la casa de gobierno.

Nunca más un presidente en nuestro país volvió a viajar en subte o a tomar café en los bolichones. Nunca mas un presidente hizo lo que el hizo con los fondos reservados: no los tocó. Nació en Pergamino pero se encariñó con Cruz del Eje donde ejerció su vocación de arte de curar personas con la medicina y de curar sociedades con la política. Allí conoció a don González el padre de Marito, es decir de Jairo. Atendió a los humildes y peleó por la libertad y la justicia para todos.

A Don Arturo Humberto Illia lo vamos a extrañar por el resto de nuestros días. Porque hacía sin robar. Porque se fue del gobierno mucho mas pobre de lo que entró y eso que entró pobre. Su modesta casa y el consultorio fueron donaciones de los vecinos y en los últimos días de su vida atendía en la panadería de un amigo. Fue la ética sentada en el sillón de Rivadavia. Yo tenía 11 años cuando los golpistas lo arrancaron de la casa de gobierno. Mi padre que lo había votado y lo admiraba profundamente se agarró la cabeza y me dijo:
- Pobre de nosotros los argentinos. Todavía no sabemos los dramas que nos esperan.

Y mi viejo tuvo razón. Mucha tragedia le esperaba a este bendito país. Yo tenía 11 años pero todavía recuerdo su cabeza blanca, su frente alta y su conciencia limpia.

Ongania,Vandor,Jairo

viernes, 10 de octubre de 2014

#Ficción ¿La Vida Perfecta? (2010)

MIÉRCOLES, 14 DE JULIO DE 2010

¿La vida perfecta?

Por Victoria Bibiloni
Taller de Comprensión y Producción de Textos I
Año 2010

Fue la noche del 25 de septiembre de 1984 cuando mi vida y mi muerte se transformaron en la misma cosa. “Eso”, tan fétido y tan ahogante, tan violeta y pútrido, irrumpió en mi casa de la nada; se coló por la ventana, y se coló en mi mundo y en la existencia de quienes más amaba; danzó alrededor de la mesa, en la que estábamos mi mamá, mi hermano José y Fernando, mi prometido y sin que se lo pidiéramos ni nada parecido se quedó, para no irse nunca más.
En un principio, los cuatro fuimos presas del pánico. No terminábamos de entender qué era esa cosa intangible y repugnante, pero su sola presencia ya nos asustaba, nos mareaba y nos mantenía inmóviles sobre nuestros asientos. Esperar era lo único que pudimos hacer, lo único que nuestros cuerpos nos dejaron hacer, mientras tanto parecía que “eso” nos olisqueaba, nos analizaba y nos examinaba de la misma forma que un forense analiza a un cadáver.
Finalmente, o mejor dicho, para comenzar, atacó a mi madre; la dejó reducida a restos, inerte, dura, fría, sin alma y sin esa mirada que tantas veces me devolvía la seguridad cuando estaba en peligro, “eso” salió del cuerpo de mi madre y las risas juveniles de mi hermano quedaron aplacadas por mi griterío, a él también se le había metido adentro y lo había absorbido de la misma manera que lo hizo con mi mamá. José se quedó blanco, lívido, tendido en el suelo y en vez de las pupilas melosas que hacían de sus ojos los más cándidos que hubiera visto jamás había un vacío azufroso, podrido y estático.
Sin pensarlo dos veces giré hasta donde estaba mi novio quien me abrazó con todas sus fuerzas, buscaba protegerme y yo trataba de que al menos él se quedara conmigo. Esa cosa nos separó y un frío abismal invadió hasta la última de mis terminaciones nerviosas. Vi como mi chico pasaba por el mismo proceso que mi madre y mi hermano, su cuerpo, quizá ya sin alma, sin esencia, parecía el de un muñeco de trapo y no el de la persona que tanto había amado.
Quise gritar, pedir ayuda, tirarme por un barranco, salir corriendo, golpear a la cosa, fuera lo que fuera, quise hacer muchas cosas, pero no hice nada. Me quedé ahí, inmóvil, incapaz de articular una palabra o de mover un solo músculo… ¿era demasiado fuerte como para irme o demasiado débil como para atreverme a huir? No lo sabía, no lo supe.
“Eso” se llevaba las alma, la vida, el color, el perfume, el sabor… quedaba sólo el estuche, lo más insuficiente y carente de sentido que todos y cada uno de los seres humanos posee, lo inservible…
Seguía inmóvil, mientras el mazacote me examinaba, yo respiraba hondo, pretendía, incluso en un momento así no perder la calma, ¿me habría vuelto loca o lo que experimentaba era producto de toda la adrenalina que me recorría de pies a cabeza? respiré hondo otra vez, el latido de mi corazón me zumbaba en los oídos, se había tornado ensordecedor.
La bruma asquerosa me poseyó y de repente comencé a sentir cómo me comía por dentro, sentí que mis funciones vitales se iban debilitando, que mi respiración era más trabajosa, que el mundo comenzó a darme vueltas, que mi piel empalidecía y que mi existencia como tal se iba apagando, se me nubló el pensamiento y sentí mi último latido… me desvanecí y cerré los ojos.
El resplandor del sol me quemaba, ¿qué día era?, no lo sabía, ¿dónde estaba?, tampoco tenía una idea certera. Recordé los sucesos de la que pensé que había sido la noche anterior, me acordé de “Eso” y observé mi cuerpo; todo, absolutamente todo estaba en su lugar, tenía mis cinco dedos, los brazos y las piernas y tras verme en el espejo, vi que mis ojos seguían siendo azules.
— ¿Se te pegaron las sábanas? — me preguntó mi hermano
— ¿José?, José, estás vivo, ¡estás!.
— ¡Claro que estoy vivo!, ¿pretendés que me muera?
—No, claro que no.
—Bajá a desayunar. Ya mi chica está en la sala y quiero presentártela. Desde hace un par de horas Fernando está aquí, acaba de volver de Tailandia
— ¿Tailandia?
—Sí, cuando te vea no lo va a poder creer. Ya le dijimos, pero no lo puede creer
— ¿Creer qué?
— ¿Te pasa algo?, recordá que no podés beber en tu estado. Levantate que te estamos esperando todos.
Me incorporé en la cama y pude observar a qué se refería mi hermano. Estaba embarazada, embarazadísima… era increíble e imposible. Fernando y yo habíamos decidido adoptar porque en reiteradas ocasiones me habían confirmado que era estéril.
Algo no estaba bien, definitivamente…El día anterior había perdido a mi familia y ahora estaba embarazada, mi novio que volvía de una excursión de Tailandia, el lugar al que siempre quería ir, pero nunca podía llegar, y mi hermano que hacía años penaba por un amor no correspondido estaba por presentarme a su novia…
Si el día anterior me había aterrado, ahora más. ¿Cuál era la verdad?, ¿estaban todos bien y el sueño era “Eso”? ¿O todo estaba mal y la bruma me producía aquellos sueños de una realidad perfecta?
—Esto es increíble, amor— musitó mi prometido.
— Hija, vamos a desayunar antes de que Osvaldo se vaya de cacería.
¿Osvaldo? Osvaldo era el amor de juventud de mi mamá, ¿cómo podía ser que él estuviera allí también?, ¿cómo podía ser que él estuviera viviendo en mi casa y no con su esposa e hijos?, ¿cómo podíamos estar y ser todos teniendo tal grado de perfección en nuestras vidas?
— ¿Qué está pasando? — Pregunté— ¿dónde estamos?
—Amor, ¿Qué te pasa?, ¿tanto me extrañabas? — preguntó Fernando nervioso
—Sí, te extrañé mucho— me acerqué hacia él y le di un abrazo. Su cuerpo estaba helado y su piel nívea… no parecía él. No era él.
Sonreí y el resto de mi familia me devolvió la sonrisa. Cuando levanté la vista vi que los cuatro pares de ojos que tenía a mi alrededor estaban cubiertos de un fulgurante brillo violeta. Bajé la vista y vi otro par de luces violeta que procedían de mi abdomen.
—Es un varón— me aseguró mi novio. —Se llamará Fidel, como mi padre.
Todos rieron otra vez.

domingo, 21 de septiembre de 2014

#Ficción La Muerta-Guy de Maupassant

¡La había amado desesperadamente! ¿Por qué se ama? Cuán extraño es ver un solo ser en el mundo, tener un solo pensamiento en el cerebro, un solo deseo en el corazón y un solo nombre en los labios... un nombre que asciende continuamente, como el agua de un manantial, desde las profundidades del alma hasta los labios, un nombre que se repite una y otra vez, que se susurra incesantemente, en todas partes, como una plegaria.
Voy a contarles nuestra historia, ya que el amor sólo tiene una, que es siempre la misma. La conocí y viví de su ternura, de sus caricias, de sus palabras, en sus brazos tan absolutamente envuelto, atado y absorbido por todo lo que procedía de ella, que no me importaba ya si era de día o de noche, ni si estaba muerto o vivo, en este nuestro antiguo mundo.
Y luego ella murió. ¿Cómo? No lo sé; hace tiempo que no sé nada. Pero una noche llegó a casa muy mojada, porque estaba lloviendo intensamente, y al día siguiente tosía, y tosió durante una semana, y tuvo que guardar cama. No recuerdo ahora lo que ocurrió, pero los médicos llegaron, escribieron y se marcharon. Se compraron medicinas, y algunas mujeres se las hicieron beber. Sus manos estaban muy calientes, sus sienes ardían y sus ojos estaban brillantes y tristes. Cuando yo le hablaba me contestaba, pero no recuerdo lo que decíamos. ¡Lo he olvidado todo, todo, todo! Ella murió, y recuerdo perfectamente su leve, débil suspiro. La enfermera dijo: "¡Ah!" ¡y yo comprendí!¡Y yo comprendí!
Me consultaron acerca del entierro pero no recuerdo nada de lo que dijeron, aunque sí recuerdo el ataúd y el sonido del martillo cuando clavaban la tapa, encerrándola a ella dentro. ¡Oh! ¡Dios mío!¡Dios mío!
¡Ella estaba enterrada! ¡Enterrada! ¡Ella! ¡En aquel agujero! Vinieron algunas personas... mujeres amigas. Me marché de allí corriendo. Corrí y luego anduve a través de las calles, regresé a casa y al día siguiente emprendí un viaje.
*
Ayer regresé a París, y cuando vi de nuevo mi habitación -nuestra habitación, nuestra cama, nuestros muebles, todo lo que queda de la vida de un ser humano después de su muerte-, me invadió tal oleada de nostalgia y de pesar, que sentí deseos de abrir la ventana y de arrojarme a la calle. No podía permanecer ya entre aquellas cosas, entre aquellas paredes que la habían encerrado y la habían cobijado, que conservaban un millar de átomos de ella, de su piel y de su aliento, en sus imperceptibles grietas. Cogí mi sombrero para marcharme, y antes de llegar a la puerta pasé junto al gran espejo del vestíbulo, el espejo que ella había colocado allí para poder contemplarse todos los días de la cabeza a los pies, en el momento de salir, para ver si lo que llevaba le caía bien, y era lindo, desde sus pequeños zapatos hasta su sombrero.
Me detuve delante de aquel espejo en el cual se había contemplado ella tantas veces... tantas veces, tantas veces, que el espejo tendría que haber conservado su imagen. Estaba allí de pie, temblando, con los ojos clavados en el cristal -en aquel liso, enorme, vacío cristal- que la había contenido por entero y la había poseído tanto como yo, tanto como mis apasionadas miradas. Sentí como si amara a aquel cristal. Lo toqué; estaba frío. ¡Oh, el recuerdo! ¡Triste espejo, ardiente espejo, horrible espejo, que haces sufrir tales tormentos a los hombres! ¡Dichoso el hombre cuyo corazón olvida todo lo que ha contenido, todo lo que ha pasado delante de él, todo lo que se ha mirado a sí mismo en él o ha sido reflejado en su afecto, en su amor! ¡Cuánto sufro!
Me marché sin saberlo, sin desearlo, hacia el cementerio. Encontré su sencilla tumba, una cruz de mármol blanco, con esta breve inscripción:
«Amó, fue amada y murió.»
¡Ella está ahí debajo, descompuesta! ¡Qué horrible! Sollocé con la frente apoyada en el suelo, y permanecí allí mucho tiempo, mucho tiempo. Luego vi que estaba oscureciendo, y un extraño y loco deseo, el deseo de un amante desesperado, me invadió. Deseé pasar la noche, la última noche, llorando sobre su tumba. Pero podían verme y echarme del cementerio. ¿Qué hacer? Buscando una solución, me puse en pie y empecé a vagabundear por aquella ciudad de la muerte. Anduve y anduve. Qué pequeña es esta ciudad comparada con la otra, la ciudad en la cual vivimos. Y, sin embargo, no son muchos más numerosos los muertos que los vivos. Nosotros necesitamos grandes casas, anchas calles y mucho espacio para las cuatro generaciones que ven la luz del día al mismo tiempo, beber agua del manantial y vino de las vides, y comer pan de las llanuras.
¡Y para todas estas generaciones de los muertos, para todos los muertos que nos han precedido, aquí no hay apenas nada, apenas nada! La tierra se los lleva, y el olvido los borra. ¡Adiós!
Al final del cementerio, me di cuenta repentinamente de que estaba en la parte más antigua, donde los que murieron hace tiempo están mezclados con la tierra, donde las propias cruces están podridas, donde posiblemente enterrarán a los que lleguen mañana. Está llena de rosales que nadie cuida, de altos y oscuros cipreses; un triste y hermoso jardín alimentado con carne humana.
Yo estaba solo, completamente solo. De modo que me acurruqué debajo de un árbol y me escondí entre las frondosas y sombrías ramas. Esperé, agarrándome al tronco como un náufrago se agarra a una tabla.
Cuando la luz diurna desapareció del todo, abandoné el refugio y eché a andar suavemente, lentamente, silenciosamente, hacia aquel terreno lleno de muertos. Anduve de un lado para otro, pero no conseguí encontrar de nuevo la tumba de mi amada. Avancé con los brazos extendidos, chocando contra las tumbas con mis manos, mis pies, mis rodillas, mi pecho, incluso con mi cabeza, sin conseguir encontrarla. Anduve a tientas como un ciego buscando su camino. Toqué las lápidas, las cruces, las verjas de hierro, las coronas de metal y las coronas de flores marchitas. Leí los nombres con mis dedos pasándolos por encima de las letras. ¡Qué noche! ¡Qué noche! ¡Y no pude encontrarla!
No había luna. ¡Qué noche! Estaba asustado, terriblemente asustado, en aquellos angostos senderos entre dos hileras de tumbas. ¡Tumbas! ¡Tumbas! ¡Tumbas! ¡Sólo tumbas! A mi derecha, a la izquierda, delante de mí, a mi alrededor, en todas partes había tumbas. Me senté en una de ellas, ya que no podía seguir andando. Mis rodillas empezaron a doblarse. ¡Pude oír los latidos de mi corazón! Y oí algo más. ¿Qué? Un ruido confuso, indefinible. ¿Estaba el ruido en mi cabeza, en la impenetrable noche, o debajo de la misteriosa tierra, la tierra sembrada de cadáveres humanos? Miré a mi alrededor, pero no puedo decir cuánto tiempo permanecí allí. Estaba paralizado de terror, helado de espanto, dispuesto a morir.
Súbitamente, tuve la impresión de que la losa de mármol sobre la cual estaba sentado se estaba moviendo. Se estaba moviendo, desde luego, como si alguien tratara de levantarla. Di un salto que me llevó hasta una tumba vecina, y vi, sí, vi claramente cómo se levantaba la losa sobre la cual estaba sentado. Luego apareció el muerto, un esqueleto desnudo, empujando la losa desde abajo con su encorvada espalda. Lo vi claramente, a pesar de que la noche estaba oscura. En la cruz pude leer:
«Aquí yace Jacques Olivant, que murió a la edad de cincuenta y un años. Amó a su familia, fue bueno y honrado y murió en la gracia de Dios.»
El muerto leyó también lo que había escrito en la lápida. Luego cogió una piedra del sendero, una piedra pequeña y puntiaguda, y empezó a rascar las letras con sumo cuidado. Las borró lentamente, y con las cuencas de sus ojos contempló el lugar donde habían estado grabadas. A continuación, con la punta del hueso de lo que había sido su dedo índice, escribió en letras luminosas, como las líneas que los chiquillos trazan en las paredes con una piedra de fósforo:
«Aquí yace Jacques Olivant, que murió a la edad de cincuenta y un años. Mató a su padre a disgustos, porque deseaba heredar su fortuna; torturó a su esposa, atormentó a sus hijos, engañó a sus vecinos, robó todo lo que pudo y murió en pecado mortal.»
Cuando hubo terminado de escribir, el muerto se quedó inmóvil, contemplando su obra. Al mirar a mi alrededor vi que todas las tumbas estaban abiertas, que todos los muertos habían salido de ellas y que todos habían borrado las líneas que sus parientes habían grabado en las lápidas, sustituyéndolas por la verdad. Y vi que todos habían sido atormentadores de sus vecinos, maliciosos, deshonestos, hipócritas, embusteros, ruines, calumniadores, envidiosos; que habían robado, engañado, y habían cometido los peores delitos; aquellos buenos padres, aquellas fieles esposas, aquellos hijos devotos, aquellas hijas castas, aquellos honrados comerciantes, aquellos hombres y mujeres que fueron llamados irreprochables. Todos ellos estaban escribiendo al mismo tiempo la verdad, la terrible y sagrada verdad, la cual todo el mundo ignoraba, o fingía ignorar, mientras estaban vivos.
Pensé que también ella había escrito algo en su tumba. Y ahora, corriendo sin miedo entre los ataúdes medio abiertos, entre los cadáveres y esqueletos, fui hacia ella, convencido de que la encontraría inmediatamente. La reconocí al instante sin ver su rostro, el cual estaba cubierto por un velo negro; y en la cruz de mármol donde poco antes había leído:
«Amó, fue amada y murió.»
Ahora leí:
«Habiendo salido un día de lluvia para engañar a su amante, pilló una pulmonía y murió.»
Parece que me encontraron al romper el día, tendido sobre la tumba, sin conocimiento.

FIN

lunes, 25 de agosto de 2014

Los Nadies- Eduardo Galeano

Los Nadies

Sueñan las pulgas con comprarse un perro
y sueñan los nadies con salir de pobres,
que algún mágico día
llueva de pronto la buena suerte,
que llueva a cántaros la buena suerte;
pero la buena suerte no llueve ayer, ni hoy,
ni mañana, ni nunca,
ni en lloviznita cae del cielo la buena suerte, 
por mucho que los nadies la llamen
y aunque les pique la mano izquierda,
o se levanten con el pie derecho,
o empiecen el año cambiando de escoba.

Los nadies: los hijos de nadie,
los dueños de nada.
Los nadies: los ningunos, los ninguneados, 
corriendo la liebre, muriendo la vida, jodidos, 
rejodidos:

Que no son, aunque sean.
Que no hablan idiomas, sino dialectos.
Que no profesan religiones,
sino supersticiones.
Que no hacen arte, sino artesanía.
Que no practican cultura, sino folklore.
Que no son seres humanos,
sino recursos humanos.
Que no tienen cara, sino brazos.
Que no tienen nombre, sino número.
Que no figuran en la historia universal,
sino en la crónica roja de la prensa local.
Los nadies,
que cuestan menos
que la bala que los mata