miércoles, 14 de diciembre de 2022

La mano de Dios

Son las tres de la tarde en Napoli, en el sur profundo de la península italiana. En la calle no hay ni un alma, quizá por el calor, quizá porque esta historia no necesita más gente. También podría ser domingo. De una de esas puertitas mínimas sale Paolo, uno de los pocos que no se fue de vacaciones todavía. Paolo tiene un barcito, de esos que, dependiendo de la hora, ofrecen una cerveza, un spritz o un café. Está solo y acaba de secarse el sudor de la frente con la mano. Parece que la monotonía del día no se romperá con nada. La nada misma es la que se pone a mirar. Los negocios están con las persianas bajas, los perros se achicharran en el único rincón con sombra que encuentran y el sol que parece que punzara cada baldosa del pavimento. 

De repente, el aire le trae un rumor, un ruido cada vez más fuerte. Son pasos, alguien se está acercando cada vez más, pero muy despacio. Demasiado despacio. 

—Debe ser turista. —piensa Paolo para sí.

No distingue qué tan joven es el hombre, pero ve que es enorme
, supera el 1.85 y parece que sus pies dan zancadas en vez de pasos. Aún así va muy lento, como si quisiera guardarse todo lo que hay a su alrededor. Cada puerta, cada muro, cada piedrita. El gigante parece querer llevárselo todo consigo, impregnado en las pupilas.

A medida que se acerca, Paolo percibe más detalles. El hombre en cuestión es joven, pero no tanto, tiene una gorra verde militar y lentes oscuros. Es muy blanco para ser del sur, no tanto para ser del norte, quizá sea friulano o esloveno. Lleva barba de dos o tres días.

—Seguro que recién llega, sino ya se hubiera afeitado —resopla.

De cerca el hombre es más alto y más delgado de lo que parecía de lejos. Se detiene frente a Paolo y le comienza a hablar en un perfecto italiano.

—Scusi, è già aperto?

Paolo asiente y haciendo gestos con las manos le pide al extranjero que lo siga. El hombre recorre el lugar con la mirada de la misma manera que relojeaba los negocios que había por la calle. Cuando se sienta sobre uno de los banquitos de madera, parece desensillar, relajarse de repente. Deja la mochila y toma su celular. Por primera vez Paolo sabrá de dónde viene el extranjero.

“Creo que ahora me dieron ganas de refrigerar un vino en la ventana“ dice la voz del otro lado del teléfono en lo que él cree que es castellano. La oración no tiene sentido, seguramente él escuchó mal.

—¿Refrigerar un vino en la ventana? Es que en Zagreb hacía mucho, muchísimo frío.— asegura el extranjero. Automáticamente parece abrir otra conversación, esta vez habla en serbio, quizá sea bosnio.

—Vorrei una sfogliatella, ed una birretta, per favore. — dice el hombre mientras le alcanza su tarjeta de crédito. Se llama Matteo Sandric. Nombre italiano, apellido eslavo. “Es croata“ concluye Paolo y se pone a preparar el pedido del hombre.

A lo lejos sigue escuchando que habla sin parar, un poco en castellano, un poco en croata y sigue sumido en sus pensamientos hasta que una frase que dice el extranjero lo vuelve a concentrar en su conversación.

—Acá si ponés un vino en la ventana se calienta, no se enfría... Sí, de Sophia Loren y de Maradona...

—¡Maradona!— Exclama Paolo — sei argentino?

El extranjero se quita los lentes de sol, sonríe y las arrugas alrededor de sus grandes ojos celestes se hacen más notorias.

—E croato... Ed italiano—confirma y toda su cara es una gran sonrisa.

Automáticamente, Paolo pone en la rocola “La Mano de Dios“ de Rodrigo. Matteo Sandric se siente un poco más cerca de casa y Paolo siente, una vez más, la emoción de tener un argentino, como Maradona, en su bar. Hoy, para él, su bar es el mejor restaurante de Napoli. Sandric, mientras tanto, jamás se olvidará de aquella sfogliatella con cerveza.



miércoles, 9 de noviembre de 2022

Dicen las paredes

 Dicen las paredes, en noviembre, en Berlín, que por amor uno puede sobrepasar cualquier muro

Yo no tengo idea de cuántas cosas ya pasé a tu lado. Tampoco sé nada sobre las que vendrán.

Pero sé de cosas, de ideas, de sentimientos que mueven mares y montañas. Sé de amores que tiran muros, que los atraviesan, que rompen corazas y estructuras. 

Sé que por amor, uno se derriba, se quita el escudo y se re-conoce. 

Bienvenidos sean los que construyen puentes, los que nos atraviesan, los que nos sacan de nuestra zona de confort. 

Bienvenido vos, que te atreviste a atravesar el muro.