Era llegar a Mar del Plata, pisar la casa de la calle Talcahuano y ver tu cabeza blanca asomándose desde la quinta, por la puerta del fondo o desde abajo del sauce, abrazarnos sin parar y que sonrieras. Estabas orgullosa de tener todos tus dientes y se lo atribuías a que tomabas un litro de leche por día y estabas orgullosa de tus canas, porque la mayor parte de la enorme familia que somos, te conocía por ellas.
Yo te agarré tarde, cuando ya rondabas los 70 y sin embargo, siempre me esperaste llegar; desde aquel 16/05 en el que nací hasta cuando vivía en La Plata y en medio de un fin de semana largo me escapaba para verte.
Extraño tu comida, sí, los buñuelos calientes recién hechos, la 80 golpes o las pizzas caseras; extraño que te acuerdes que odio el mate y me hagas un jarro de té con limón y miel, pero más que nada extraño tus anécdotas.
Quiero que me cuentes una y otra vez sobre lo que pasaba en la Segunda Guerra, el funeral de Gardel o las películas de Mirtha Legrand; que cantes tangos y canciones de Libertad Lamarque; que me muestres una por una las fotos de toda la familia y los cuadros, que me digas de qué casamiento es tal o cuál plato o cómo eran tus viajes en tren de San Agustín a Chaco para la cosecha de algodón.
Siempre admiré tu fortaleza, el modo en el que saliste adelante, lo mucho que diste por toda la familia y lo que supiste disfrutar la vida pese a todo lo que tuviste que enfrentar.
Yo no me olvido de tus canas, de tu experiencia, de esa mezcla entre gallego y valenciano que solo tenía tu acento, del olor algo a punto de salir del horno y las siestas en tu cama. Yo no me olvido de que sonreías cuando decías "ella se llama como yo" o que lloramos juntas en el balcón cuando llamó Gus desde Estados Unidos. Yo no te olvido vieja y de hecho, hoy te recuerdo más que nunca. Felices 99, dondequiera que el cielo te haya llevado, aunque siempre estés en mí.
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