Ni mi mente ni yo somos santas. No quiero quedarme dormida.
No puedo, porque mi subconsciente me traicionará otra vez, lo sé. Sé que entre
vaya a saber qué tipo de sueños diré tu nombre y no puedo arriesgarme siquiera
a que alguien lo escuche, a que por fin algún incauto descubra lo que siento.
Es casi una ley, mi cuerpo y mi mente más despierta que
dormida comunican cosas que quizá durante el día ni siquiera me atrevo a
pensar.
Y no es que no te quiera, no. No es que no me pase nada con
vos, ni que disfrute de esconderte como si fueras algo indebido o prohibido. Es
simplemente que no quiero comprar la cartera antes de haber encontrado al
cocodrilo. Soy así en todos los ámbitos de mi vida, esta no es la excepción.
Sé que voy a nombrarte, del mismo modo que antes nombré a
otros, sé que entre respiración y respiración voy a desearte. Que no hay nada
que quiera más que tenerte al lado, diciendo mi nombre.
Ni mi mente ni yo somos santas. Por eso sé que no me puedo
quedar dormida, porque sé que voy a decir tu nombre. Como cuando mi papá entró
y lo llamé por el nombre de un él o ese gélido agosto en el
que alguien, por tenerme una sola vez, se creyó que me tendría para siempre, e
irrumpió en mi cuarto buscando compañía y de mí recibió solo un “él, ¿sos vos?”
Y ni hablar de
esa vez en la que una amiga me llevó borracha y engañada a una orgía, me desplomé
en el suelo (y en el sueño) y por no poder parar de gritar “no, yo lo quiero a él, lo quiero a él, lo quiero a él” entredormida nadie me tocó
un pelo e inclusive me felicitaron: estaba hasta las manos por él. Quizá por
vos también.
Algún día voy a nombrarte con todas las letras, del derecho
y del revés, hacia adentro y hacia afuera, subiendo y bajando, sin parar. Pero
mientras tanto, sos mi placer más emergente, mi secreto mejor guardado, la
palabra más sigilosamente pronunciada, una bomba de tiempo en mi garganta y ese deseo a punto de estallar.
Ni mi mente ni yo somos santas… vos menos. Que duermas bien.