Quise. Quise mucho, muchísimo poder
decírselo, pero me contuve. Ni bien lo contó se me revolvió todo, lo viejo, lo
nuevo, lo que ya había pasado y también lo anterior. La entendía y más que
nadie, pero ella nunca me entendió. Pasamos por lo mismo, por circunstancias
casi calcadas, como si algunas cosas se heredaran casi de manera tan perfecta
como la sangre.
Le quise contar todo. Yo también
pasé hambre e inseguridad(es); también estuve sola y a la deriva sin poder
parar de llorar y también me sentí desesperada, dolida y decepcionada, no sé si
con él o con la vida misma, pero salí adelante. Una sale adelante porque no
queda nada más, porque no queda de otra, porque no hay otra manera.
Él también relativizó mi cariño; midió
en pesos nuestra relación; justificó hasta el hartazgo sus ausencias con un “no
sé qué le hice” y desapareció de mi vida, porque a decir verdad, tampoco supo
nunca hacerse cargo de la suya.
Cuando no tuve plata para llegar a
fin de mes, tuve que vender mi secador de pelo, mi grabador y mi MP3; cuando no
tuve qué comer robé de alguna heladera ajena o de la basura, esperé la buena
voluntad de alguien a la salida de un negocio o me hice la boluda en algún
evento y me llevé las sobras.
Mi él no se diferencia mucho del de
ella. No estuvo para prevenirme, ni advertirme, ni consolarme y frente a todo
eso, el hecho de no mantenerme fue una nimiedad. Y como fue una nimiedad, en el
momento en el que pensé que me ahogaba, pateé más fuerte, salí a flote y empecé
a caminar por mis propios pies.
Terminé el colegio y la facultad,
hice amigos, viajé hasta donde pude, me afilié a un partido y milité. Cuando
dejé de mirarlo a él, me pude mirar a mí y cuando lo hice, vi todo lo que me
esperaba, todo lo infinito que podía alcanzar.
Quise mucho, muchísimo poder
decírselo, para que sintiera que todo lo que está pasando es transitorio, que
como dice la canción “del mismo dolor vendrá un nuevo amanecer” y que de si
busca la luz la va a encontrar. Quise decírselo, pero en vez de todo eso, le di
un abrazo y me callé.
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