Era 1997. Me gustaba mirar los dibujitos de las obras de
Shakespeare en el Discovery Kids, alguna que otra novela y The Box el canal de
música. Estaba “enamorada” de Leonardo Di Caprio desde que lo vi en la película
Titanic, por eso, cada vez que veía el video de “My Heart Will Go On”, me
entusiasmaba a más no poder. También le había cortado el pelo a una de mis
Sailor Moon para que se pareciera al personaje de Kate Winslet y mis amigas y
yo leíamos las revistas “Linda” y pasábamos los recreos viendo sus fotos y las
de los Backstreet Boys, Aaron Carter o Brad Pitt.
En mi casa no había ninguna de esas cosas, estaba lleno de
libros de Derecho, enciclopedias y otros ejemplares prohibidos para mi edad,
así que si quería leer algo me tenía que conformar con unos tomos azules que
hablaban de civilizaciones, historia contemporánea, artes y literatura. Mi
favorito era el que trataba de personajes célebres, como Sherlock Holmes,
Fausto, los Beatles o Juana de Arco. En medio de la DiCapriomanía descubrí la
existencia de Winston Leonard Spencer Churchill y más allá de quién era, me
gustaba repetir su nombre porque se llamaba Leonard, como el de Titanic y el de
la Mona Lisa.
Para agosto, ya casi no pasaban “My Heart Will Go
On” en la tele y los noticieros internacionales que veía con mis padres a la
hora del desayuno pasaban a la Madre Teresa y Lady Di que se habían encontrado
no sé dónde. La Madre Teresa salía en mi libro, le decían Teresa, como a una de
mis tías que tenía carteles de Dios por todas partes, pero se llamaba Agnes y
era de la India, que había sido territorio inglés. Ambas, Diana y la Madre Teresa siempre estaban cerca de gente carenciada, enferma o en condiciones de extrema vulnerabilidad. Eso, para mí, explicaba el
encuentro de las dos. Solo unas semanas después, a finales de agosto, la prensa mundial
estaba abarrotada con las fotos de la madre Teresa, que se había muerto. Yo me
enojé, mi libro ahora estaba desactualizado.
El 31 era domingo, me acuerdo porque esos
días comprábamos el diario Los Andes casi religiosamente. Esa mañana en
absolutamente todos los canales estaban las fotos del auto negro destrozado en
el que viajaban Lady Di, el hijo del dueño del Ritz y un chofer borracho. Al
día siguiente, desayunando en un McDonald’s no terminé mi té por leer la
crónica del accidente, esa mujer tenía la edad de mi papá, dos hijos muy chicos
y aparte el esposo no la quería… y la Reina menos. La Reina era la misma que
cuando Churchill era primer ministro (y sigue siendo la misma). Churchill se
llamaba Spencer y Lady Di era Diana Spencer. ¿William y Harry serán los que salen parodiados en el video de las Spice Girls? En mi libro no salía quiénes
eran las Spice Girls...
Dicen que los recuerdos, cuando uno es chico están asociados
a una emoción fuerte. Por eso, contra todos los pronósticos, me acuerdo del
atentado a la AMIA en el 94 porque fue el día después de un Mundial y estaba en
Mar del Plata, del 11-S porque no tenía clases y era feriado y del 19/20 de diciembre de
2001 porque no podía ver la novela con Chayanne. Al mes que murió Lady Di,
nació mi hermano y mis viejos tuvieron el tino de ponerle Guillermo Andrés,
como a William, que durante toda la secundaria, y hasta que un pelotudo me
rompió sus fotos al grito de “que se joda por inglés”, fue mi amor platónico. Cuando Guille nació, el Palacio seguía abarrotado de flores, al menos eso me mostraban hasta en The Box.
Y después dicen que 20 años no es nada…