jueves, 31 de agosto de 2017

Lady Di. Un día en la vida

Era 1997. Me gustaba mirar los dibujitos de las obras de Shakespeare en el Discovery Kids, alguna que otra novela y The Box el canal de música. Estaba “enamorada” de Leonardo Di Caprio desde que lo vi en la película Titanic, por eso, cada vez que veía el video de “My Heart Will Go On”, me entusiasmaba a más no poder. También le había cortado el pelo a una de mis Sailor Moon para que se pareciera al personaje de Kate Winslet y mis amigas y yo leíamos las revistas “Linda” y pasábamos los recreos viendo sus fotos y las de los Backstreet Boys, Aaron Carter o Brad Pitt.
En mi casa no había ninguna de esas cosas, estaba lleno de libros de Derecho, enciclopedias y otros ejemplares prohibidos para mi edad, así que si quería leer algo me tenía que conformar con unos tomos azules que hablaban de civilizaciones, historia contemporánea, artes y literatura. Mi favorito era el que trataba de personajes célebres, como Sherlock Holmes, Fausto, los Beatles o Juana de Arco. En medio de la DiCapriomanía descubrí la existencia de Winston Leonard Spencer Churchill y más allá de quién era, me gustaba repetir su nombre porque se llamaba Leonard, como el de Titanic y el de la Mona Lisa.
Para agosto, ya casi no pasaban “My Heart Will Go On” en la tele y los noticieros internacionales que veía con mis padres a la hora del desayuno pasaban a la Madre Teresa y Lady Di que se habían encontrado no sé dónde. La Madre Teresa salía en mi libro, le decían Teresa, como a una de mis tías que tenía carteles de Dios por todas partes, pero se llamaba Agnes y era de la India, que había sido territorio inglés. Ambas, Diana y la Madre Teresa siempre estaban cerca de gente carenciada, enferma o en condiciones de extrema vulnerabilidad. Eso, para mí, explicaba el encuentro de las dos.  Solo unas semanas después, a finales de agosto, la prensa mundial estaba abarrotada con las fotos de la madre Teresa, que se había muerto. Yo me enojé, mi libro ahora estaba desactualizado.
El 31 era domingo, me acuerdo porque esos días comprábamos el diario Los Andes casi religiosamente. Esa mañana en absolutamente todos los canales estaban las fotos del auto negro destrozado en el que viajaban Lady Di, el hijo del dueño del Ritz y un chofer borracho. Al día siguiente, desayunando en un McDonald’s no terminé mi té por leer la crónica del accidente, esa mujer tenía la edad de mi papá, dos hijos muy chicos y aparte el esposo no la quería… y la Reina menos. La Reina era la misma que cuando Churchill era primer ministro (y sigue siendo la misma). Churchill se llamaba Spencer y Lady Di era Diana Spencer. ¿William y Harry serán los que salen parodiados en el video de las Spice Girls? En mi libro no salía quiénes eran las Spice Girls...
Dicen que los recuerdos, cuando uno es chico están asociados a una emoción fuerte. Por eso, contra todos los pronósticos, me acuerdo del atentado a la AMIA en el 94 porque fue el día después de un Mundial y estaba en Mar del Plata, del 11-S porque no tenía clases y era feriado y del 19/20 de diciembre de 2001 porque no podía ver la novela con Chayanne. Al mes que murió Lady Di, nació mi hermano y mis viejos tuvieron el tino de ponerle Guillermo Andrés, como a William, que durante toda la secundaria, y hasta que un pelotudo me rompió sus fotos al grito de “que se joda por inglés”, fue mi amor platónico. Cuando Guille nació, el Palacio seguía abarrotado de flores, al menos eso me mostraban hasta en The Box. 

Y después dicen que 20 años no es nada… 

domingo, 20 de agosto de 2017

Barcelona y Serrat

Siempre que pienso en Barcelona, lo primero que se me viene a la cabeza es el Nano. Quizá porque desde que tenía menos de un año me acuesto a dormir con sus canciones de fondo, o porque creo que nadie más pudo describir de una forma tan perfecta lo que es el amor al mar, a ese que considerás tuyo. Cada vez que le escucho hablar del Mediterráneo se me pianta un lagrimón y no puedo evitar recordar a mi natural Atlántico que en Mar del Plata se torna entre marrón y celeste, según su estado de ánimo.
El Nano me da ese no sé qué que solo se siente con las pequeñas cosas, esas mismas, aquellas delas que habla su canción, las que hacen que lloremos cuando nadie nos ve.
En estos días me dolió Barcelona y también el Nano, como si fuera una parte de mí, como si fuera una parte de todas mis historias. En la misma semana, me enteré de que ese dialecto que le sentían hablar a mis bisabuelos, hace más de cincuenta años, era catalán. El mismo que se habla en Barcelona, ese en el que canta un tal Joan Manuel, que resulta también ser Juan Manuel como mi hermano.

Quizá algún día llegue a ser tan grande, tan joven y tan vieja como Serrat, él ya no va a estar y el mundo como lo conocemos, tal vez tampoco. Quizá no viva en este país ni en este planeta, tal vez escuchemos música de una forma que ahora es inimaginable y ni siquiera necesitemos dormir para empezar un nuevo día. Pero si en medio de toda esta vorágine puedo crearme una certeza, sé que esa es que siempre voy a tener a mi Mediterráneo y un Joan Manuel del que oír paraules d’amor.

martes, 1 de agosto de 2017

Goodbye my lover, goodbye my friend

Una mañana, al hombre del kiosco de diarios, que siempre se las ingeniaba para traerme La Capital o Los Andes, le pregunté cuál era el diario que menos le compraban. El “Buenos Aires Herald” me respondió,” lo compra uno que otro así blanquito como vos, pero nadie más, en cualquier momento muere”.  

Desde ese día, siempre que podía, porque ya compraba un diario local, uno provincial y uno nacional, también separaba un poco de plata para comprar el Herald. Me daba no sé qué que un diario fuera a cerrar porque nadie lo compraba y pensaba en los escritores/periodistas que lo hacían, ¿se sentirían como nos sentimos todos cuando no nos leen?

Corría 2012, un año de mierda (no hay otra manera de decirlo). Me mudé a un nuevo departamento, ese mismo día rompí una bacha y ahogué mi celular en una taza de té verde a medio tomar; al mes, en pleno mayo y en La Plata, no tenía gas y todas las mañanas iba a buscar agua a la facultad, que quedaba a dos cuadras, para poder tomar unos tés calientes. Tampoco tenía internet y menos que menos televisión. 

En medio de todo eso, creo que lo único que me salvó fue que nunca dejé de leer (ni de escribir, pero eso ya es para otra historia). Desde antes de cursar Gráfica 1, mis mañanas empezaban con los diarios sobre la mesa y por más aislada del mundo que estuviera, ese pequeño ritual siempre se mantuvo intacto. Tener un diario nuevo para ver era espectacular y como fanática de los idiomas que todavía soy, me devolvió los colores. Cada palabra y cada expresión que descubría me entusiasmaban más y más.

En una época en la que no estaban tan masificadas las aplicaciones, tener un buen diccionario costaba un ojo de la cara y vivía a comedor universitario, agua y bizcochitos Don Satur, tener un diario con el que encontrara el equilibrio justo entre aprender más de un idioma (por ese entonces ya hablaba tres) e informarme, casi-casi que se acercó a la gloria. 

Me volví a mudar, a tomar una ducha caliente y a pasar horas en internet, pero siempre pasaba a buscar el Herald y le fui leal por años, inclusive cuando se volvió un semanario que salía cada viernes y paulatinamente se fue apagando. 

Hoy, pasados sus 140 años, no va más. Siento que algo se me rompió, o peor aún, que se fue una parte de mi vida.


"You have been the one, you have been the one for me..."