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Agité mi mano izquierda y me di la vuelta sin mirar atrás. Al hacerlo, los pliegues de mi vestido negro se movieron al compás del viento. Era verano, el más cálido que recordara en años y sin embargo esa brisa ya anticipaba la tardía llegada del otoño.
Sonreí. Había sido uno de esos días que te quitan el aliento. Ya eran más de las diez. Estaba feliz, se me había ido el dolor de cabeza y tenía una mezcla rara de sentimientos. Me moría de ganas por hacer cosas nuevas, por planificar un futuro cada vez más prometedor. Amaba lo que hacía. Estaba eufórica.
Caminé varias cuadras. Siempre me llamó la atención que las veredas fueran casi casi tan largas como anchas. Miré la hora en mi reloj, la novela turca ya había empezado. Me debían estar esperando. Me apuré un poco más, me moví tan rápido como pude, pero sin correr. Ese día había elegido usar ojotas, hacía años que había dejado de negociar mi comodidad a cambio de otras convenciones. Le mandé a mamá un escueto “vado Haus”, para dejarla tranquila y me senté a esperar el bus.
-Guapa, ¿me das tu número?- preguntó un tipo que no parecía estar muy lúcido.
-Na, disculpá, no soy de acá.-le contesté. No tenía ganas ni de ser simpática.
-Na, disculpá, no soy de acá.-le contesté. No tenía ganas ni de ser simpática.
Mi teléfono vibró, pero no lo volvería a sacar hasta estar en casa. Me crucé a un kiosco y después me subí al colectivo. Saludé al chofer y me senté en el cuarto asiento, ese que era mi cábala cuando iba al colegio; ahora me gustaban más los números impares, “porque nadie está completo” pensé siempre. Ayer fue 26.
Intenté recordar qué otra cosa me había ocurrido un día 26 y no encontré ninguna. 27/12 fue mi cena de egresados; 25/02 era el cumpleaños de George Harrison; 28/11 desapareció mi gato; 24/4 el cumpleaños de mi abuelo. Nada el 26.
Intenté recordar qué otra cosa me había ocurrido un día 26 y no encontré ninguna. 27/12 fue mi cena de egresados; 25/02 era el cumpleaños de George Harrison; 28/11 desapareció mi gato; 24/4 el cumpleaños de mi abuelo. Nada el 26.
Mi teléfono volvió a vibrar. Cuando lo cambié, configuré a todas las personas con zumbidos distintos. “Si todas eran diferentes, ¿por qué debería sentirlas igual?”, pensé en ese momento. Ya sabía quién me escribía y sabía que le respondería en casa, tirada en el sillón y comiendo postre. Me veía despatarrada, con mi bolsa de hielo en la nuca y tecleando frenéticamente.
Llegué a mi parada, me bajé y agarré mi cartera con fuerza. Caminé casi dando saltitos como si fuera una liebre. Esta noche estaba particularmente blanca, me acordé de Dostoievski y la desolación del protagonista de Noches Blancas ante lo irreversible de algunas decisiones.
Bastaban solo dos cuadras para llegar a mi casa. Yo me veía poniendo los ojos en blanco mientras contaba mis aventuras del día. El teléfono vibró otra vez. ¿De qué charla interesante me estaría perdiendo?, sabía que lo único que no diría era ese “Na, disculpá, no soy de acá”, que decía casi por inercia. Esta conversación no se lo merecía.
Yo lo tenía todo calculado, como casi siempre. Y sin embargo, contra todos los pronósticos, algo cambió durante esos minutos; mi porción de postre sigue en la heladera y el vino quedó sin abrir.
A las 11:37, el mensaje, ese mensaje en mi whatsapp que de tanto vibrar ya me latía, fue marcado como visto. Son casi las ocho de la noche del día siguiente, quizá quien lo escribió aún no lo sepa, pero yo no lo leí.
Yo lo tenía todo calculado, como casi siempre. Y sin embargo, contra todos los pronósticos, algo cambió durante esos minutos; mi porción de postre sigue en la heladera y el vino quedó sin abrir.
A las 11:37, el mensaje, ese mensaje en mi whatsapp que de tanto vibrar ya me latía, fue marcado como visto. Son casi las ocho de la noche del día siguiente, quizá quien lo escribió aún no lo sepa, pero yo no lo leí.