sábado, 27 de enero de 2018

No Reply

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Agité mi mano izquierda y me di la vuelta sin mirar atrás. Al hacerlo, los pliegues de mi vestido negro se movieron al compás del viento. Era verano, el más cálido que recordara en años y sin embargo esa brisa ya anticipaba la tardía llegada del otoño.
Sonreí. Había sido uno de esos días que te quitan el aliento. Ya eran más de las diez. Estaba feliz, se me había ido el dolor de cabeza y tenía una mezcla rara de sentimientos. Me moría de ganas por hacer cosas nuevas, por planificar un futuro cada vez más prometedor. Amaba lo que hacía. Estaba eufórica.
Caminé varias cuadras. Siempre me llamó la atención que las veredas fueran casi casi tan largas como anchas. Miré la hora en mi reloj, la novela turca ya había empezado. Me debían estar esperando. Me apuré un poco más, me moví tan rápido como pude, pero sin correr. Ese día había elegido usar ojotas, hacía años que había dejado de negociar mi comodidad a cambio de otras convenciones. Le mandé a mamá un escueto “vado Haus”, para dejarla tranquila y me senté a esperar el bus.
-Guapa, ¿me das tu número?- preguntó un tipo que no parecía estar muy lúcido.
-Na, disculpá, no soy de acá.-le contesté. No tenía ganas ni de ser simpática.
Mi teléfono vibró, pero no lo volvería a sacar hasta estar en casa. Me crucé a un kiosco y después me subí al colectivo. Saludé al chofer y me senté en el cuarto asiento, ese que era mi cábala cuando iba al colegio; ahora me gustaban más los números impares, “porque nadie está completo” pensé siempre. Ayer fue 26.
Intenté recordar qué otra cosa me había ocurrido un día 26 y no encontré ninguna. 27/12 fue mi cena de egresados; 25/02 era el cumpleaños de George Harrison; 28/11 desapareció mi gato; 24/4 el cumpleaños de mi abuelo. Nada el 26.
Mi teléfono volvió a vibrar. Cuando lo cambié, configuré a todas las personas con zumbidos distintos. “Si todas eran diferentes, ¿por qué debería sentirlas igual?”, pensé en ese momento. Ya sabía quién me escribía y sabía que le respondería en casa, tirada en el sillón y comiendo postre. Me veía despatarrada, con mi bolsa de hielo en la nuca y tecleando frenéticamente.
Llegué a mi parada, me bajé y agarré mi cartera con fuerza. Caminé casi dando saltitos como si fuera una liebre. Esta noche estaba particularmente blanca, me acordé de Dostoievski y la desolación del protagonista de Noches Blancas ante lo irreversible de algunas decisiones.
Bastaban solo dos cuadras para llegar a mi casa. Yo me veía poniendo los ojos en blanco mientras contaba mis aventuras del día. El teléfono vibró otra vez. ¿De qué charla interesante me estaría perdiendo?, sabía que lo único que no diría era ese “Na, disculpá, no soy de acá”, que decía casi por inercia. Esta conversación no se lo merecía.
Yo lo tenía todo calculado, como casi siempre. Y sin embargo, contra todos los pronósticos, algo cambió durante esos minutos; mi porción de postre sigue en la heladera y el vino quedó sin abrir.
A las 11:37, el mensaje, ese mensaje en mi whatsapp que de tanto vibrar ya me latía, fue marcado como visto. Son casi las ocho de la noche del día siguiente, quizá quien lo escribió aún no lo sepa, pero yo no lo leí.

martes, 23 de enero de 2018

La probadita

El ardor me quitó la respiración. Apenas pude reaccionar, perdí el aliento. El nudo en la garganta me latía casi como si fuera una bomba a punto de estallar; lentamente cada centímetro de mi piel se iba quemando. Di un suspiro, dos, diez. Era mi propio corazón el que me estaba aturdiendo. Aunque siquiera me lo hubiese propuesto, sabía que no podía hablar, que las palabras no eran lo suficientemente grandes para describir lo que ocurría.
Cerré los ojos, traté de volver a mi estado inicial, a la calma que precedió la tormenta de emociones que me iba poseyendo. Hiperventilaba, rugía, me estremecía. Traté. Traté de volver a mí, pero no pude.
Sentí su sabor corroyéndome, derritiéndome, derritiéndonos. Era delicioso, lo más rico que hubiera probado jamás, era irresistible. El fuego líquido, la insaciabilidad que había desplegado en mí no se extinguiría jamás, estaba segura. De ahora en más, no habría camino de regreso; yo nunca volvería a ser la misma.
Amarula querido, ¡gracias por existir!



domingo, 21 de enero de 2018

Y te soñé...

Ya era tiempo de que nos encontráramos. El inconsciente, dicen, no distingue a los vivos de los muertos y según una tribu de nosédónde y de nosécuándo, soñar con alguien, significa que lo incorporaste. Ayer soné con vos por primera vez en toda mi vida. Durante una siesta cualquiera, así de la nada y como si nada. Me asusté, me encantó. 

Siempre sueño con mi nonno, que me lleva a andar por ahí en su casa rodante, a la cancha de la Juventus o me canta canciones de su pueblo. Siento que nos visitamos, que rompemos las barreras del tiempo y del espacio, de la vida acá y un poco más allá. También sueño con gente que va y viene, que me busca y me encuentra, que pasa o deja de pasar, pero ayer fue distinto. Ayer soñé con vos, que tenés mis mismas iniciales y quizá mis mismos vicios. 

Yo soñé con vos, soñé que habíamos pasado toda nuestra vida juntos. Que jamás de habías ido tan intempestivamente como lo hiciste. Que evidentemente nos acompañábamos en todas, que éramos luz. Tenías el pelo cubierto de canas, se te marcaban las arrugas de la frente cuando enarcabas las cejas y te reías y se te achinaban los ojos, casi como a mí, igual que al tío.

Salías en televisión hablando de tus dos pasiones más grandes, el teatro y las letras. Hablabas y sonreías hasta con los ojos, aquellos ojos entre azules y verdes que quizá nadie heredará. Yo estaba detrás de cámara, mirándote, deleitándome con el mero hecho de escucharte y no podérmelo creer.

“Ella es mi nieta. Su blog empieza con la misma oración que la primera obra de teatro que estrené, allá por los 50. Ni siquiera lo sabíamos, pero ya nos conocíamos”

Y ahí desperté. Me asusté. Me encantó. 

Fixing That Hole

Y una vez que supe que se fue y que no volvería, hice lo mejor que podía hacer por ambos: borrar todo lo que nos unía. Fue así que aniquilé chats, rompí cartas con falsas promesas, eliminé fotos, silencié cuentas y tapé mi mente de cosas y cosas para evitar que él volviera, siquiera en pensamiento.

Cambié, cambié los muebles de lugar, ordené el ropero y reparé los libros deslomados, como si eso también me fuera arreglar a mí. Sentí la lluvia en mi pelo, el placer del café caliente en mis labios y el sueño, por fin, reparador en mi cuerpo. Caminé entre bandadas, cambié mi número para que no me encontrara, borre el suyo para no buscarlo, me alejé de las pantallas, de las caretas, de las formas. Me acerqué a mí.

"No estoy bien", confesé. "Me importa más de lo que pensaba", musité. Sí, estaba empezando a sentir que me movía el piso, cuando ya era tarde para alcanzarle. Sentía algo, sí, algo que como las llamas con el viento, se aviva y se aviva y de improviso, quizá también se apaga sin que te des cuenta. Sí, sí a todo, como los locos. Sí quiero. Esta noche también lo extraño, esta noche también lloré. Sí, lo amo.

Él se fue y yo me quedé acá, hecha un manojo de cosas que no dije y otras que me arrepentí de no hacer. Todo eso debo echarlo bajo tierra, apagar el fuego, mitigar el ardor, cerrar la puerta.
Pasará, sé que pasará, porque siempre lo hace. Pero no hay "mientras tanto" más duro que este. Puedo borrarlo de mil maneras diferentes, pero no existe ni una vacuna contra el mal de amores ni un tratamiento, que por mero arte de magia, arranque al amor de mi cuerpo, como si fuera una curita.

miércoles, 17 de enero de 2018

Ni el cielo es el límite

La Real Academia Española define a una utopía como un plan, proyecto, doctrina o sistema optimista que aparece como irrealizable en el momento de su formulación.
Ningún libro dice (y tampoco dirá nunca), cómo, cuándo, dónde y por qué se llega al momento que le sigue a esa formulación: el de la concreción.
Soñar, imaginar o replantearse el mundo en función de que otro futuro, tanto propio como compartido, puede ser posible es un viaje de ida. Una vez que una idea zarpa de la mente es imposible detenerla, es imposible retenerla.

Sí, la utopía es universal y surge o surgirá en todas y cada una de las siete mil millones de cabezas que están poblando el planeta Tierra. Es una necesitad imperiosa y emergente. Es el impulso de y para hacer todo lo que sea posible para que eso que parece inalcanzable deje de ser una simple abstracción. 

No hay quien no quiera que sus lejanas elucubraciones mentales se concreten y se vuelvan palpables, tangibles y más que nada, reales. Nuestras. La práctica y la vida misma demuestran que, de forma contraria a lo dicho por cualquier diccionario, no quedan enclaustradas en un lugar inexistente; están en tantas mentes y en tantos lugares al mismo tiempo, que sería imposible universalizarlas, cuantificarlas y medirlas.  ¿Quién puede decidir cuánto peso tiene una con respecto a la otra?, ¿quién dice cuál vale más y cuál menos?, ¿quién puede decirle a otro cómo pensar?

Las utopías son, entonces, parte de la historia de un pueblo, construcciones mentales de sus habitantes, conjuntos de significados comunes y las impulsoras de los cambios más grandes que marcan la vida en conjunto de un país. Son de todos, porque no hay ser humano que viva sin ellas, no son de nadie, porque nacen como parte de la naturaleza misma formando una antítesis con la racionalidad. Pueden ser globales, porque también pueden ser compartidas y aunque se compartan, también son individuales y particulares, porque nadie las concibe de la misma manera y todos las aprehenden a su modo. Son viajes, esos catalogados como "viajes de ida" de los que nunca se puede volver de la misma manera en la que te fuiste. Imaginarse un mundo y miles siempre que quieras y siempre que puedas, es posible.  

Las ideas no se matan, las utopías como futuros lugares posibles, tampoco. Por más restricciones mentales y materiales a las que uno se haya expuesto a lo largo de su vida, para la mente ni el suelo es el tope, ni el cielo es el límite.

miércoles, 3 de enero de 2018

All things must pass

Pasa. Te juro que pasa, hermana. Ahora creés que no. Y te rompe las pelotas, el corazón, la cabeza… creés que nunca más vas a poder rearmarte, que un pedazo anda con vos, el otro con él y un montón esparcidos entre ustedes, en todos los recuerdos que te quedan de vos con él, pero te equivocás. Pasa, yo te juro que pasa, porque también lo pasé.
Creés que ningún nombre te va a llenar tanto los días como el suyo, que nadie más te va a marcar las horas así, que el corazón no te va a dar un vuelco cada vez que lo sientas cerca y que quizá no vuelvas a sentir, ni sentirte como antes. Pero no, no lo creas, no lo sientas. Te aseguro que es momentáneo. Te juro que es verdad lo que te estoy diciendo.
Pensás que nunca más vas a leer un nombre semidormida, que no vas a tener por quién sonreír cuando veas tu pantalla titilando, que nadie más va a llenar ese primer cuadrito del chat, que ese tono nunca va a volver a sonar, que ya no vas a tener nadie guardado con ese apodo, ni con ese nombre ni con ese sustantivo abstracto. Pero te equivocás, estás metiendo la pata hasta el fondo. Ahora no lo ves, pero después sí.
Sentís que se te estruja el corazón, que no vas a poder con vos, que el amor no está en tu destino y que quizá es tu merecido. Sentís el cuerpo pesado, cansado y abatido, como si hoy fuera una transición y no hubiera mañana. Te duele, te mata el vacío igual que esas lágrimas que compiten con el mar o todas esas palabras con las que lentamente te estás ahogando. Lo sentís y te duele, te duele horrores, pero te juro que pasa, que pasa y se pasa.
Un muy buen día, casi sin quererlo, casi sin pensarlo y casi sin medirlo, una luz vuelve a titilar. Te rearmaste, estás entera, estás lista. Dejó de dolerte, aunque no lo olvides. Vos podés tocar el cielo con las manos y lo sabés.
Alguien más apareció. Y al “hola” le sigue un “¿cómo estás?”, un chiste y un “¿cuándo nos vemos?”. De a poquito tus redes se empiezan a llenar y te reís de la nada. Querés que de ahora en más el camino sea a su lado, como tus despertares, como esa vida que pasito a pasito van construyendo juntos. Para él sos importante, tanto que se desvive por verte bien, por hacerte reír como pocos, porque te brillen los ojos con solo mirarle.

Sí, volviste a sonreír. Te lo merecés, te merecés todo lo que te estás pasando ahora. Sos fuerte y movés mares y montañas con solo existir. ¿Viste que tenía razón? Ibas a superarlo. Ya pasó.