Y una vez que supe que se fue y que no volvería, hice lo mejor que podía hacer por ambos: borrar todo lo que nos unía. Fue así que aniquilé chats, rompí cartas con falsas promesas, eliminé fotos, silencié cuentas y tapé mi mente de cosas y cosas para evitar que él volviera, siquiera en pensamiento.
Cambié, cambié los muebles de lugar, ordené el ropero y reparé los libros deslomados, como si eso también me fuera arreglar a mí. Sentí la lluvia en mi pelo, el placer del café caliente en mis labios y el sueño, por fin, reparador en mi cuerpo. Caminé entre bandadas, cambié mi número para que no me encontrara, borre el suyo para no buscarlo, me alejé de las pantallas, de las caretas, de las formas. Me acerqué a mí.
"No estoy bien", confesé. "Me importa más de lo que pensaba", musité. Sí, estaba empezando a sentir que me movía el piso, cuando ya era tarde para alcanzarle. Sentía algo, sí, algo que como las llamas con el viento, se aviva y se aviva y de improviso, quizá también se apaga sin que te des cuenta. Sí, sí a todo, como los locos. Sí quiero. Esta noche también lo extraño, esta noche también lloré. Sí, lo amo.
Él se fue y yo me quedé acá, hecha un manojo de cosas que no dije y otras que me arrepentí de no hacer. Todo eso debo echarlo bajo tierra, apagar el fuego, mitigar el ardor, cerrar la puerta.
Pasará, sé que pasará, porque siempre lo hace. Pero no hay "mientras tanto" más duro que este. Puedo borrarlo de mil maneras diferentes, pero no existe ni una vacuna contra el mal de amores ni un tratamiento, que por mero arte de magia, arranque al amor de mi cuerpo, como si fuera una curita.
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